sábado, 8 de agosto de 2009

Cosas ni tan inauditas que pasan en la universidad. Por Natalia Orduz

A pesar de mí, a pesar del impulso que siento cada mañana por deambular tranquilamente por las calles o por un bosque y mirar detalladamente las hojas, las texturas los colores y sobre todo mirar para arriba y no sólo lo que se puede pisar y lo que significa un obstáculo y descubrir que quizás en una ventana hay una enredadera o que una nube sube por teleférico a Monserrate (es verdad, sobre todo en estos días de llueve), a pesar de las ganas que me dan de quedarme mirando el mundo, me toca seguir con mi maleta cargada de códigos a reventar y yo a reventar de jartera a una clase de derecho.

Antes de entrar procuro respirar profundo, hacerme la idea de que voy a aprender algo útil, que a veces es necesario soportar el aburrimiento y el tedio porque todo tendrá luego una feliz recompensa, cuando pueda ayudar a alguien o qué sé yo.

Pero a veces es como si conspirara el mundo para obligarme a hacer zen, porque además de que el salón queda en un edificio que se llama el galpón y es tremendamente encerrado, y cualquier ventana o puerta que uno abra le da la bienvenida al chillar de un magnífico taladro, veo y escucho de mis (futuros? Colegas?) ciertas cosas que ya empiezan a revolcar otra vez mis mareadas tripas.

Una breve anécdota inaudita para mí, aunque creo que para muchos lo inaudito es que para mí sea inaudita. En fin. Yo estoy, casi comos siempre, sentada al lado de Naranjo, quizás por mi nostalgia de no estar junto a un árbol, y el profesor escribe en el tablero. Repentinamente se queja, ¡ajjjjj, el mismo pelo que no me ha dejado escribir en todo el semestre! Mi voz interna se pregunta, juro que ingenuamente, sin saber la respuesta: ¿por qué no lo quita si lo ha molestado tanto, por qué no lo quitó la primera vez que lo vio? Y un alto porcentaje del salón me responde con algunas risas y algunos sonidos medio guturales que suelen significar ¡qué asco!

Y ahí miro la cabeza de cada uno y me pregunto si les da asco lo que crece con fértil abundancia del magnífico espacio que están tratando de hacer nutrir en esa clase, bueno, aunque el profesor es un poco calvo. Y miro, con orgullo, mi pelo y digo, si es tan bonito, seguro que no da asco. Luego creo entender que lo que les da asco es que un pelo sin dueño esté colgado por ahí, casi como si estuviera dentro de la comida y hubiera riesgo de comérselo. Bueno, aunque me dio un poco de tristeza que cierta humanidad esté llegando a un puerto en el que le produce una sensación de asco algo tan natural y diminuto como un pelo en el tablero, volví a respirar profundo y procuré mantener la calma.

Justo cuando estaba exhalando, un compañero, con las risitas de sus compañeros (acabo de encontrar un pelo en el teclado) le pregunta al profesor: ¿Me da un cinco si quito el pelo del tablero? y como no es un chiste, lo sé porque un cinco es TODO menos un chiste, ahí sí que no entiendo qué está pasando con la escala de referencia de los ascos.

A ellos les da asco un pelo en el tablero, pero pueden sacrificarlo por una nota. Bueno, a mí me da doblemente asco: que les de asco un pelo en el tablero y que además hagan algo con asco por un pinche cinco. A estas alturas creo estar concluyendo, que en realidad necesito una doble dosis de zen, porque la del problema del doble asco, soy yo.

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