sábado, 8 de agosto de 2009

La noticia. Por Andrés Páramo.

Me había internado lejos, en tierras olvidadas de tiempos inimaginables. Y sin embargo no había salido de mi país. Acá estaba y no estaba al mismo tiempo, desafiando las leyes de la física. Sabía que estaba en Colombia: el idioma, la comida, los rasgos de la gente, y los detalles. Por ejemplo, allá en las lejanías, se suele también disfrazar la realidad con palabras. Vestir la vida con el barniz cándido de vocablos esperanzadores. Así pues, en la Constitución (palabritas en el papel, que todo lo aguanta) tenemos vida, salud, educación, vivienda, dignidad, libertad y paz. Viendo un rato por la ventana del bus no hay ni vida, ni salud, ni educación, ni vivienda, ni dignidad, ni libertad, ni paz. Ni patria, ni Constitución. Nada, no hay nada. Allá, a lo lejos, en ese borde infinito que de soslayo únicamente podemos ver en viajes por carretera, también existe esa fiesta de disfraces. “El Edén”, “El Paraíso”, “Altos de….”, etcétera. Pero tal paraíso no existe, allá se vive todo lo contrario, un escenario dantesco, en donde sus personajes pintaditos, se mueven en las tablas, luchando contra la adversidad, en medio de errores, intentos, fracasos, éxitos y una desmesurada y alentadora esperanza. Es la otra cara de la moneda, el lado oscuro de la luna. Una realidad ajena y pormenorizada que respirándola otorga una nueva perspectiva, un choque emocional devastador. Un encuentro de dos mundos.
Hasta que fui allá, siempre tuve la certeza de que sólo en los pueblos de Colombia era donde el tiempo transcurría más lento que en cualquiera de las grandes ciudades donde fui obligado a crecer. De esos letárgicos movimientos del reloj es de donde sale una literatura mágica que retrata nada menos que la danzante cadencia de la vida real. Pero estaba equivocado, debo decir que mi percepción del tiempo se vio alterada estando allá, donde la ciudad no acaba. Además de estar desconectado de lo que mi mundo es y ha sido siempre, tuve que toparme con una realidad adversa, que va contra la corriente, que muestra qué tan atrasados estamos, o qué tan errados estamos en nuestro concepto de “atraso”.
En fin, lo único que sé es que el tiempo transcurría lento, estuve y anduve por esas calles una semana, pero a mí me pareció una eternidad, una vida entera, un río inmenso cuyo cauce no termina sino que entretiene con sus revueltos y sus animalitos, con su destellante reflejo de luces polícromas que envenenan el alma en un elixir sedante y adictivo. Adaptarse es fácil, desadaptarse no, aunque aún no conozco el por qué.
Las impresiones cambian rotundamente, al llegar allá sabemos que no hay pobres: porque la gente tiene riqueza en otros aspectos que se hacen evidentes e importantes una vez se instala la mente en ese universo desconocido: un abrazo, un almuerzo, un chocolate con pan, un gracias, un por favor, cobran la enigmática investidura de lo que se ha perdido en el mundo nuestro. Narrarlo no es tan bello como vivirlo, no tiene tanto sentido, pierde el filo, y sólo sirve para exponer una idea vaga e imprecisa.
Sin embargo, estando allá, me di cuenta cuán lejos está Colombia de ellos, no en costumbres ni en idioma y mucho menos en territorio. Me refiero al olvido de la patria como una ficción que asumió la responsabilidad de cuidarnos a todos. Dar la espalda es fácil, yo lo sé, olvidar es una manera de liberar la carga emocional de la culpa. Voltear y mirar el problema es difícil y desalentador, vía rápida para convertirnos en estatuas de sal, como nos recordaría un pasaje bíblico.
Estando allá, internado por voluntad propia, queriendo hacer algo, me encontré con una noticia: ¡liberaron a Ingrid!, aunque ostentaba un error garrafal semántico, puesto que de “liberaron” a “rescataron” hay una diferencia notable en términos políticos, sociológicos y jurídicos, la noticia vino a bien. Con un debate corto y superficial, todo se agotó, porque lastimosamente, ellos también olvidaron a Colombia.
Es un ataque por dos frentes, es la indiferencia: la raíz de muchos males. Es entonces donde yo digo, que aún faltan muchos, y espero que por no ser de abolengos importantes y títulos famosos (y merecidos, ni más faltaba), nos olvidemos del resto, de los que la patria ha olvidado. Es nuestro deber, asumir esa carencia de orden que se esfumó con el tiempo. Y recordarlos y exigirlos siempre. A ellos y a los que están en la diáspora dedico esta página de comprensión y consigna.

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