sábado, 8 de agosto de 2009

El Bus de la dimensión desconocida. Por Andrés Páramo

Como algunos de los grandes académicos de las ciencias sociales, que casi siempre al revelarnos ideas brillantes y reveladoras sobre la humanidad nos someten al principio al ladrillazo, con los prolegómenos que se hacen usuales en sus textos, quiero decir primero el motivo del escrito. Y así, como cuando chiquito y mi tía (antropóloga), me enseñó a hacerle introducciones a los trabajos por petición de los profesores: para el de Español, introducción. Para el de Matemáticas, introducción. Para el de Historia, introducción. Mucha introducción. Aunque falto a la verdad al decirlo, porque no es cierto que era mucha, era poca, era más o menos “un párrafo mijo….yo no sé por qué en el colegio les piden estas carajadas… a ver, copie, el motivo de este trabajo….”. Eran, más bien, muchas introducciones. Y para que el lector no se pierda y no vaya a pensar que este texto mío es sobre política o sobre Uribe, como suelen ser (tema del que hay mucho que hablar), le digo pues el motivo.

Arriesgándome como otros acá (compañera Orduz), pienso relatar un suceso de la vida que ha generado en mí varias reacciones, y que me ha conducido a escribir y escribir sobre ello. Borges dice, cuando entrega la primera edición de sus “Obras Completas”, que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Desconfiado de esta tesis, antes de escribir el artículo, investigué, pregunté, recordé y analicé. Y como les digo a mis compañeros de la Universidad cuando estoy a punto de echar a volar la mente en disquisiciones que parecen absurdas, les digo a ustedes: tengo una teoría.

Creo en ella firmemente, con la convicción plena de haber vivido la situación que la caracteriza tantas veces, como para asumir que está probada y que tiene coherencia. Y ahí le mando: en Bogotá, a altas horas de la noche, corre infame y despreocupado por las calles “el bus de la dimensión desconocida”. No sé si es sólo uno, o si son varios. El caso es que más de un testimonio lo certifica.
Bueno, primero lo primero. Tengo que aclarar que este bus se descubre a medida que los años de la adolescencia van pasando. Explicarlo es una condescendencia que usted me otorga.

Primero viene la época de la fiesta infantil, pueril y responsable. Se goza del baile, de las niñas del barrio, y de lo más hermoso: cuando toda la mágica velada ha concluido, en manada todos se devuelven para las casitas seguros. El tiempo corre, la vida sigue, creciendo, creciendo va el arbolito, y las fiestas del barrio dejan de tener gracia. El espíritu indómito de la tribu pide con exclamaciones gigantescas el traspasar las fronteras lejanas del entorno de la crianza, y empieza el “mami que me voy pa la casa de fulanito a una fiesta lo más de chévere”, y bueno ni que fueran dictadores mami o papi preguntan: “bueno mijo, pero ¿cómo se devuelve?” y entonces están las mil alternativas posibles, o se queda a dormir, o lo trae el papá de algún compañerito, y san se acabó. No hay problemas. Pero sigue creciendo el arbolito (¡tan bonita la criaturita ya tiene cara de hombre!) y empieza la rumba dura y las ganas de terminar siempre en casa. Quedarse a dormir ya no es una opción viable ni agradable, ya está grandecita laque antaño llamaban “personita” y el dueño de la casa, además, se levanta siempre más tarde que uno, entonces toca esperarlo aburridísimo, porque da pena despertarlo. Los papás buenagentes se mamaron de llevar, traer, acercar, pasar por la casa del papá de zutano y empiezan a dar plata. ¿Para que dan plata?, para los dulces y el transporte. ¿Y cuál es el transporte Jota Mario?: el taxi.

Seguimos entonces sin problemas, o más que ello, porque problemas siempre hay, estamos sin dar cuenta aún de la comprobación de la teoría. Bella época: vamos, tomamos, bailamos, comemos, todo con la plata que tengamos, así sea poca. Y en la billetera, siempre, siempre, siempre hay un rincón inmaculado e intocable: el de la devuelta. No se toca un céntimo, porque es el seguro de vida (Como la Camiseta Cruz Roja). Se preserva, así se dejen unos placeres exuberantes a un lado. Se devuelve tranquilito para la casita y se duerme con la placentera dicha del deber cumplido.
Pero ya no más. Un día la conciencia dice, haciendo alarde de una mentalidad económica clara y precisa ¿Cómo voy a dejar tanta plata para un taxi si me alcanza para tomar más, gozar más, comprarme otra botella de algo, o comerme un perrito caliente? No, ¡qué falta de cordura! Más bien (frase sabia) dejo mil pal bus. Y ya estuvo. El recuento total de la evolución hasta llegar al estadio superior en el que nos encontramos. Y ahí es donde se empieza a pasar el bus, la historia.

No sé quiénes de los que leen lo crean también, pero yo les digo: entre las doce de la noche, hasta las seis de la mañana se arrastra como serpiente, por las calles de Bogotá este bus ¿Sus características? Ah hombre, por fuera, la fachada es la usual. Un bus bogotano sucio, destartalado, viejo, asqueroso, espejo de las mafias del transporte. Por eso no asusta (qué paradójico que esto no asuste, ¿no?) su fachada externa. Lo que produce sensaciones adversas a la cotidianidad del bus, (mi cotidianidad, por lo menos) es su aspecto interno. Y ni siquiera eso, lo que produce el escozor, el desasosiego, son los fantasmas que lleva adentro. Para evitarme insultos posteriores digo lo siguiente: no hablo ni de los trabajadores que salen para sus casas a esa hora, ni de la gente que suele coger el bus después de cualquier evento. Ellos mismos podrán dar cuenta de lo que aquí se habla. No son ellos, ni más faltaba, son los fantasmas que aparecen en el bus a esa hora.

Existen mil testimonios que van desde la frase vaga: “es gente rara hermano, gente que uno nunca ve en la calle, gente pálida”, hasta el detalle: “pues una vez me subí a uno a la una de la mañana y un man decía que iba pa donde las putas, decía que las nenas lo mamaban rico y los nenes también, lo repetía como un loro, pero se pasaba siempre de cualquier lugar donde hubiera el servicio o alguna zona de tolerancia. No estaba ni ebrio ni drogado”. Siempre, el relato va ligado a un evento extraño, no que se suba alguien a cantar solo o que haya algún miembro de una sub – cultura urbana. No, eso no, eso es cotidiano en Bogotá.

Siempre es “un señor con un bulto de arracacha al hombro que sentado no la suelta”, o “una señora que pregunta usted, ¿a qué le huele Dios?”, cosas por el estilo. Por el estilo cosas. A mí me ha tocado varias veces. Una vez, vi a un señor con barba, camiseta esqueleto blanca, y con un balde lleno de agua y un trapero adentro de él. Con la mirada fija, sin pegar los párpados. Y respóndame, porque yo pregunto: ¿para qué?, ¿a dónde iba este señor con un balde a las tres de la mañana? Unas niñas de edad muy baja echándose perfume porque iban para una fiesta (a las tres de la mañana) y no paraban, no paraban, no paraban. En un movimiento frenético y desesperado, urgía cada una a la otra por la hora, por la falta de perfume (¡pero cuál falta si llevaban media hora esparciéndolo por todo el bus!), por quién iba a ir a la fiesta, porque ya casi llegaban, pero nunca llegaban. Ahora me irán a decir si el bus éste existe, me refiero en un plano físico, material. Yo digo sí, es un bus normal. Si el conductor existe, yo digo que también, pero como Bram Stoker bien lo diría, en un espejo jamás se verá el reflejo de un no vivo. Yo creo que el conductor es real porque siempre ve por los espejos y grita: “atrás hay puestos” cuando no hay. Los ocupan ellos. Y bueno, es algo bastante raro, además están siempre, no se bajan ni se suben, simplemente existen en ese plano de la irrealidad que se mezcla conel mundo nuestro. ¿Por qué vagan eternamente? Ah compadre yo no sé. ¿Por qué sólo aparecen a esa hora? Ah compadre yo no sé. El caso es que “es”. Entonces, móntese, vívalo, gócelo y analícelo. Porque a todos nos va a tocar alguna vez.

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