sábado, 8 de agosto de 2009

Los celulares y sus similares: catalizadores de una masiva e incontrolable incapacidad para estar consigo mismo. Por Laura Pérez

La especie humana lleva milenios funcionando en este mundo. A lo largo de su eterno vagabundear, el ser humano ha sido capaz de concertar encuentros de todo tipo con sus semejantes, de construir obras colosales, de comerciar entre culturas, de organizar y dirigir guerras épicas, incluso de forjar imperios inmensos y unificar poblaciones y extensiones de tierra bajo formas sociales y culturales específicas. Realmente, nuestra especie ha hecho grandes cosas desde tiempos inmemorables, tanto buenas como malas, y de alguna manera todas las personas que han vivido en este mismo planeta antes de nosotros se las arreglaron para todo esto sin un solo celular o beeper.
¡Sin celular, ni beeper! La sola idea resulta descabellada para cualquier descendiente contemporáneo del hombre de las cavernas: vivir en un mundo sin bultos de bolsillo que sirven para que otros lo monitoreen, hostiguen, acosen, o interrumpan inoportunamente a cada momento de cada día, y no morir en el intento. ¿Acaso es esto posible? Ciertamente nuestras empresas multinacionales de comunicación celular se han encargado de convencernos de que no: si queremos insertarnos debidamente, debemos estar accesibles y dispuestos a cada momento, con nuestro bultito prendido cerca de nosotros para poder responder pronto. Hicieron tan bien su tarea, que esto se volvió una especie de regla tácita de comportamiento social que debe no inflingirse. El teléfono celular debe contestarse a la mayor brevedad, so pena de causar un ataque de paranoia en el compañero sentimental de turno, o de sospecha o angustia en los padres, o incluso de descontento laboral en los jefes, con repercusiones de diversa magnitud.
¿Dónde queda la privacidad? Los teléfonos celulares tienen la facultad sobrenatural de sonar en los momentos más inoportunos, y esta falta de tacto para hacerse presentes ha tomado tal magnitud que se espera que suene con alguna frecuencia y regularidad, de manera que si esto no pasa durante algún tiempo, una extraña sensación de rechazo social puede inundarnos y hacernos sentir vacíos en un entorno donde todo el mundo recibe llamadas y éstas son sinónimo de popularidad y amistad. Si nuestra sociedad ha llegado al punto de conformarse por personas ansiosas que dependen de artefactos repetidores de voces ajenas para sentirse apreciadas, si la ausencia de estas repeticiones causa desasosiego y existe un franco temor a que el celular no suene, a no tener a quién llamar para almorzar o para devolverse a casa, a no tener a alguien para gastar minutos, puede decirse que hemos alcanzado un punto alarmante de incapacidad para estar con uno mismo.
Las personas se buscan ahora como buscando ese impulso básico que los hará funcionar, aunque ése no es el problema de fondo: el problema es que las relaciones que las personas utilizan para este impulso se establecen a base de minutos fugaces de conversación por celular, por mensajes de texto mal redactados enviados de equipo a equipo, y muchas veces se quedan en un nivel superficial que, antes que transmitir tranquilidad y serenidad para abordar la vida, siembran aún mayor estrés y nerviosismo, no logran calar en el interior de las personas y, en cambio, las hacen contentar con conexiones mediocres con otros individuos.
Alguna vez leí que hay una diferencia entre la soledad física y la soledad interior. La primera le permite a uno estar absolutamente solo en una habitación, sabiendo que en algún lugar del globo anda alguien que uno aprecia y que lo aprecia a uno, sintiéndose tranquilo y en paz con el mundo. La segunda causa angustia, tristeza, y desespero por dentro, incluso si uno se encuentra en un salón atestado de gente. Es un ejercicio interesante andar sin celular por un tiempo, desconectarse de ese impulso ya casi instintivo de contestar, de enviar mensajes, de llamar en todo momento: obliga a enfrentarse con uno mismo, con las manos de uno sin nada que cargar permanentemente, con el silencio de la mente y los labios de uno. Y sirve para evaluar qué tan bien de relaciones interpersonales anda uno, así como la calidad de conexión que se tiene con uno mismo.

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